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Casi lo consigo hace unas semanas en Santiago de Cuba, justamente su
terruño. De esta gira nacional, hubiera querido reseñar otras
sensaciones, otros espacios, las empatías de otro público, diferente al
capitalino. Siempre me ha disgustado que el arte se haga noticia, casi
exclusivamente, bajo el respiro de la Giraldilla. Por otro lado, me
intrigan las interioridades de los encuentros de este juglar con otros
sitios, al calor de otros aplausos, idiosincrasias, formas de consumir.
Pero la oportunidad se dio este sábado, 17 de marzo, en el cine Yara del
Vedado habanero.
William Vivanco, uno de los exponentes más relevantes de los aires
contemporáneos de la trova cubana, de su emergencia bajo los ropajes -un
tanto comodines- de la “fusión”, cerró con el concierto su recorrido
por el país, como parte de la vigesimoprimera edición de la Feria
Internacional del Libro de La Habana.
Cuarenta minutos después de la hora fijada, las luces se escondieron
para dejar pasar una muestra de videoclips del cantautor que, como
aperitivo actualizador con mejores audio y puntualidad, se hubiera
agradecido más. No obstante, debo reconocer propuestas muy interesantes
como la de Olokum, dirigido por Santana. Finalmente, el trovador arribó al escenario guitarra en mano.
Avalados por sus tres producciones discográficas (Lo tengo to´ pensa´o, La isla milagrosa y El mundo está cambia´o),
los recitales de esta suerte de alquimista –así me confesó
autodefinirse en una entrevista hace unos años- siempre han sido
sugerentes. A través del tiempo ha ido perfilándose una estética propia
en cuanto a proyección escénica, que rebasa los márgenes de la
interpretación y se adhiere elegantes diseños escenográficos, con
préstamos teatrales y hasta místicos.
En esta ocasión, sin embargo, las características del espacio en que
se insertó (el Yara se sigue afianzando como opción para los fines de
semana a las 10:00 p.m.) suponían una presentación menos ambiciosa, con
el virtuosismo y la música de la agrupación como únicos ingredientes, lo
que es suficiente en el caso de Vivanco, un artista que se
internacionaliza en la canción, sobre todo hacia el Caribe, pero no deja
de visitar la tradición santiaguera que aprendió, con un estilo
desenfadado y serio, y cualidades vocales atendibles que mucho tienen
que agradecerle a su formación coral, más que a los pelícanos.
La solista Danay Suárez y el trovador Adrián Berazaín fueron
invitados por el anfitrión para compartir la escena. Sobresalió la
frescura en la ejecución de géneros como el tango, la samba, la conga y
el montuno, asentada quizás en la lozanía del elenco, en el que se
destacaron el percusionista Emilio del Monte, la carismática cantante
Brenda Navarrete –integrante de la banda Interactivo que compensa la
actuación más sobria de Vivanco- y el experimentado guitarrista Verdecia
(“el chino”).
La composición del público de este juglar es normalmente bastante
heterogénea. Su invitación es aceptada en lo esencial por jóvenes, que
disfrutan tanto el discurso como de su cadencia. Sin embargo, otro
sector a considerar son las personas de lo que pudiéramos llamar
“segunda edad”, que sobrepasan los 40 años de edad, le siguen en familia
y, muchas veces, son los primeros en la fila de acceso. Los motivos
para entregarse a la sazón de William son diversos, y es que ha logrado
prender en grupos sociales que, tal vez, nunca se le hubieran acercado
si se ofreciera como un trovador a la usanza tradicional, quizás como
los del movimiento de la Nueva Trova. En este caso, el público era el
segmento del mencionado que se permite pagar $25.00 por la entrada y no
teme al regreso a casa con las tribulaciones del transporte en la
madrugada, acotaciones pocas veces hechas y siempre relevantes.
A muchos los noto embriagados –a veces literalmente- en cada cita,
dialogando con ellos mismos más que con quienes los acompañan,
repitiendo las frases que más se ajustan a su cosmovisión, danzando al
compás en que sienten los estímulos (que son difíciles de seguir:
intenten bailar casino con Café). Es así como se
descubre la utilidad mágica de la música. Quien lo consigue
-considerando sus capacidades creadoras más que sus características como
persona, si es que son escindibles- puede saberse admirado.
Aunque la primera mitad del concierto estuvo marcado por cierta
frialdad en las butacas y la escena –quizás por la distancia que las
separa en el cine y porque a veces parecía que la agrupación le restaba
importancia al encuentro-, las mordaces sospechas sobre la decepción de
Alí Babá ante el cofre vacío de La isla milagrosa levantaron al público hasta el cierre con Cimarrón.
Además de la riqueza sonora de canciones de su segundo y tercer disco,
los asistentes pudieron recordar temas de aquel primer fonograma, más
sencillos, más trovadorescos, pero deliciosos, intensos, suaves como Negra, sálvame, Nos pasamos, flaca y Barrio barroco.
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