La mar de veces los misterios nos penetran sin pedir permiso,
imperceptiblemente; a través de minúsculos e indistinguibles hechos que
nos dejan un regocijo innombrable, una sabia alegría que cala hondo. Así
que cuando ese ángel mayor que es Liuba María Hevia -irrepetible
conjunción de canciones puras y tierna voz- nos convoca a montar sobre
las alas de un colibrí podemos afinar nuestros espíritus porque el
festín de arcanos que se avecina es indudable. Y se agradece.
Se agradece que Liuba haya desplegado tanto amor a lo largo de dos
horas en un concierto devenido a ratos diálogo sobre lo trascendental y
lo simple con un público fidelísimo y en el que, como por accidente,
surgían a ratos magníficas composiciones destinadas a instalarse
cómodamente en los corazones asistentes.
Se agradece que las canciones escuchadas una y otra vez adquieran un
calor distinto al amparo de la sinfonía de instrumentos que siempre
acuden a la cita; que un violín estalle en arpegios vibrantes y que un
arpa transparente obsequie su sonido antiguo.
Se agradece que no haya faltado Ada Elba Pérez (no podía faltar). Yo
la vi, no solo en las fotografías; la descubrí entre la decoración,
contando secretos a Liuba, afinando la guitarra, haciendo bromas a los
músicos y sentada en el banco, sin más país que la inocencia.
Se agradece que por unos minutos magníficamente eternos el escenario
habanero se transmutara en un arrebato de nostalgias en rambla
montevideana y tocaran puerto habanero miríadas de milongas, tangos y
candombes de aires tristes y “desperanza’o”, sutilmente hilvanados por
una voz cubana y otra intensa del Uruguay.
Fue un concierto que estuvo en peligro de naufragar en sus días
previos por una de esas trastadas de la naturaleza humana. Pero Liuba
supo guardar un silencio impaciente y despertar como el ángel que es
para regalarnos, una vez más, los misterios de una lección de ética de
la ternura. Y se agradece.
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